El verdadero amador de Jesucristo



Práctica del amor a Jesucristo de san Alfonso



(...)Muchos, por el contrario, se forjan la santidad conforme a sus inclinaciones: el melancólico anhela por la soledad; el dinámico, por la predicación y negocios de paces; el duro, por ejercitarse en penitencias y maceraciones; el generoso, por la limosna; unos se dan al ejercicio de variadas oraciones vocales; otros, a la visita de santuarios, y todos creen que en ello consiste la santidad. Las obras externas son fruto del amor a Jesucristo, pero el verdadero amor consiste en conformarse en todo con la voluntad de Dios y, por consiguiente, en renunciarse a sí mismo y buscar lo que es más agradable a Dios, porque Él así lo merece.
Otros quieren servir a Dios, pero en tal empleo, en tal lugar, con determinados compañeros o en otras circunstancias semejantes; de no ser así, dejan de obrar o lo hacen de mala gana. Estos tales no son libres de espíritu, sino esclavos del amor propio, y, por eso, poco mérito alcanzarán en cuanto hagan; al contrario, siempre viven inquietos, porque, aferrados a la propia voluntad, sentirán pesado el yugo de Jesucristo. 

Los verdaderos amantes de Jesucristo sólo buscan lo que a Él agrada, y sólo porque le agrada, y cuando lo quiera, y donde lo quiera, y en el modo que lo quiera: sea empleándolos en ocupaciones honrosas, sea en menesteres ordinarios y humildes, sea en vida de brillo o en vida obscura y
menospreciada. Esto exige el puro amor de Jesucristo y en esto debiéramos ejercitarnos, combatiendo contra los apetitos del amor propio, que quisiera vernos ocupados en aquellos ministerios solamente que traen honra consigo o son de nuestras inclinaciones. Mas ¿qué importa ser el más honrado del mundo, el más rico y el más grande, contra la voluntad de Dios? 

Decía el Beato Enrique Susón: «Prefiero ser el más vil gusanillo de la tierra por voluntad de Dios que serafín del cielo por propia voluntad». Dice Jesucristo: “Muchos me dirán en aquel día: «Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre obramos muchos prodigios?»” (Mt. 7, 22). 

Y el Señor les responderá: Nunca jamás os conocí; apartaos de mí las que obráis la iniquidad” (Mt. 7, 26). Apartaos, pues no os reconozco por discípulos míos, ya que antes quisisteis seguir vuestros apetitos que mi voluntad. Y esto se aplica especialmente a aquellos sacerdotes que se fatigan en el perfeccionamiento y salvación de los demás y ellos siguen viviendo estancados en sus imperfecciones.


La perfección consiste: 1.°, en verdadero desprecio de sí mismo: 2.°, en total mortificación de los malos apetitos; 3.°, en la perfecta conformidad con la voluntad de Dios; quien se vea falto de una de estas tres virtudes está fuera del camino de la perfección. Por eso decía un gran siervo de Dios que más valía en nuestras acciones tener por fin la voluntad de Dios que la gloria de Dios, porque, cumpliendo con la voluntad de Dios, también procuramos su gloria, al paso que, si nos proponemos la gloria de Dios, nos podemos engañar, a las veces, haciendo nuestra voluntad con pretexto de hacer la de Dios. 


Escribe San Francisco de Sales: «Muchos dicen al Señor: Me consagro a vos sin reserva, y pocos son los que se abrazan con la práctica de este entregamiento, que no es otra cosa que la perfecta indiferencia en aceptar todo lo que nos acontece, como nos vaya aconteciendo, según el orden de la divina Providencia, ya sean aflicciones o ya consuelos, desprecios y baldones, como honores y gloria».

El verdadero amador de Jesucristo se conoce en el padecer y abrazarse alegremente con lo desagradable y contrario al amor propio. Decía Tomás de Kempis que no puede llamarse digno amador quien no está aparejado a sufrirlo todo y seguir en todo la voluntad del amado. Y, por el contrario, el P. Baltasar Álvarez decía que «las penalidades son postas con que se recorren los trechos que hay de las almas a Dios». La santa Madre Teresa escribe: «Y ¿qué más ganancias que tener algún testimonio que contentamos a Dios?». Y yo añado que no podemos tener testimonio más cierto de que damos gusto a Dios que abrazar alegremente las cruces que Él nos enviare. Agradece el Señor que le agradezcamos los beneficios que nos dispensa en esta vida, mas, en sentir del P. San Juan de Ávila, «más vale en las adversidades un gracias a Dios que seis mil gracias de bendiciones en la prosperidad».


Adviértase aquí que no sólo debemos recibir con resignación los padecimientos que directamente provengan de la mano de Dios, como enfermedades, poco talento, pérdida casual de la hacienda, sino también los que indirectamente provienen de Él, y de los hombres directamente, como persecuciones, hurtos, injurias, pues en realidad, todo proviene de Dios. Cierto día David fue injuriado por un vasallo llamado Semeí, quien le maltrató no sólo de palabra, sino a pedradas. Hubo quien le quería decapitar, pero David

respondió al temerario: “Dejadle que insulte, porque Yahveh se lo ha indicado” (II Reg. 96, 2). Como si dijera: Dejadle decir, pues el Señor le ordenó que me maldijera; Dios se vale de Semeí para castigo de mis pecados y por eso permite que así me injurie.

De ahí que Santa María Magdalena de Pazzi dijese que debemos enderezar todas nuestras oraciones a recabar de Dios la gracia de seguir en todo su santa voluntad. Almas hay que, engolosinadas con los gustos espirituales de la oración, van tan sólo en seguimiento de gustos y ternuras en que deleitarse; mas las esforzadas, que arden en deseos de ser todas de Dios, no le piden sino luces para entender su santa voluntad y fortaleza para cumplirla perfectamente. Para alcanzar la perfección del amor es necesario someter en todo nuestra voluntad a la de Dios. «No creáis –decía San Francisco de Sales– haber llegado a la pureza que habéis de ofrecerle, mientras no sea vuestra voluntad del todo suya, aun en las cosas más repugnantes, y todo ello alegremente». «No puede menos –son palabras de Santa Teresa–, si va con la determinación que ha de ir, de traer al Todopoderoso a ser uno con nuestra bajeza y transformarnos en sí, y hacer una unión del Creador con la criatura». Sin embargo, nadie logrará alcanzar esto sino mediante la oración mental y continuas súplicas a la Divina Majestad, con eficaz deseo de pertenecer completamente a Jesucristo, sin reserva alguna.

¡Oh Corazón amabilísimo de mi Salvador, Corazón enamorado de los hombres, cuando tan tiernamente los amáis; Corazón, en suma, digno de reinar y poseer nuestro corazón, ojalá que pudiera yo hacer que todos los hombres comprendieran el amor que les profesáis y las finezas que reserváis para las almas que os aman sin reserva! Por favor, dignaos, Jesús mío, aceptar la ofrenda y el sacrificio que os hago de mi voluntad; dadme a conocer lo que de mí queréis, que quiero ejecutarlo todo con vuestra gracia.